Jorge Hidalgo no retrata lo que ve, sino lo que siente y presiente. El suyo es un trazo adusto: escueta síntesis y drástico dictamen. Sus personajes aíslan el contexto que los aísla en una persistente línea, ¿el horizonte? Imposible no verlos en su interrogación y en su afirmación. Temen al adjetivo que deslavaza la idea. Tienen la prisa de quien entrega el fruto en el fruto, sin hojarasca, y el fruto son ellos, sin más atributo que el conquistado, o el impuesto. Quedan en la prontitud del color apenas esbozado, ilusión de luz o penumbra, imprescindible color de la materia pictórica en su sabia desnudez. ¿Atrapados? ¿Impositivos? Acogidos a su mismidad.
Hijo de Goya y, por él, de Antonia Eiriz, tenemos a Jorge Hidalgo. Y por su mano, hijo de sí mismo, hijo de una gestualidad y una sabiduría acendradas, como sin peso pero gravitantes, conformadoras de su mirada, que entraña una cosmovisión servida en fragmentos de mundo, desde la persona y para ella. Malamente entran esquinas, un taburete, un podio difuminado, pues las cosas que le sirven al hombre parecen engullidas por el hombre, como pormenores accesorios. Queda la persona ensimismada en su esperanza y en su miedo, forcejeo que lo va tallando. Desde su soledad, mira de frente, se muestra en su circunstancia, o en un delirio también estructurado por su circunstancia. No pide más de lo posible. Exige lo que está al alcance de sus ojos, en las graves líneas que lo alientan. El entorno pone lindes a sus sueños.
La obra de Jorge Hidalgo aquí expuesta propone un juego inteligente y seductor. Está reñida con la inercia del paseante pasivo. Los muros de la galería se nos enciman para hincar la suspicacia, proponer enigmas, a un tiempo que no ceden en mostrar una voluntad pictórica poco frecuente. Pudiéramos hablar del expresionismo genitor de tanta vanguardia, y, más allá, del gesto social captado por Daumier, el rasgo caricatural que fija. Pero hay más: una voluntad de síntesis y la peculiaridad de una mirada incisiva, que puede resultar espejo, o encuadre desde el observador que somos: intrusos en debate ajeno. ¿O es nuestro debate? Sus personajes-tipos, recurrentes, escapan al designio del significado unívoco. La insoslayable condición del arte propicia una lectura que nos implica. Algunos símbolos conducen con tientos el pensamiento frente a intencionalidades vedadas, ofrecidas a la indagación, a la atribución de significados.
Cuando en la imagen aparecen grupos, se aleja la quietud. Están agitados por pasiones y resueltos con idéntica vocación sintética de sus solos, con trazos predominantes que evocan el arte gestual, aunque aprovechado desde una tiránica contención. En ocasiones, el entorno les entrega un misterio significante. Y siempre podemos valorar la destreza en el dominio del espacio, el aprovechamiento del vacío para dar hondura al gesto, al significado. Sus argumentos surgen del sabio pareo entre la imagen propuesta y la intencionalidad que le adivinemos o que contribuyamos a formar. Su conclusión es nuestra. Este conjunto de obras exige una atención sin tregua. Tal es su pasión. Tal es su eficacia. Mundo aparentemente cerrado, pero anhelante. Imperativo, pero ansioso de un diálogo que sólo la mirada inteligente alcanza. Arte dueño de la ironía porque domina sus elementos. Arte de madurez el de este Jorge Hidalgo que no termina de asombrarnos.
Reynaldo González