La diversidad es el signo más invariable para definir el arte cubano contemporáneo. Afirmación que parece subyacer en la presente exposición colectiva Punto y seguido donde cinco artistas se juntan para ofrecernos una mirada más a la continuidad del acontecer plástico de Cienfuegos que, vale bien subrayar, emerge de igual forma aquí gracias a imaginarios muy heterogéneos.
Se trata de una articulación de poéticas individuales cuyo único vínculo inmediato más visible es el ser coterráneos, hecho, por cierto, nada desestimable si pensamos en los puntuales antecedentes de la historia artística en la hermosa Perla del Sur. Desde los preciados aportes de las obras del escultor Mateo Torriente, sin olvidar aquellos de los pintores naif que nucleara Samuel Feijoo, entre los que se halla Julián Espinosa, el entrañable y peculiar Wayacón, así como otros pintores primitivos, o los renovadores afanes que se proponía el Grupo Punto que, a fines del pasado siglo XX, desplegó en Cienfuegos una intensidad tal que desbordaba cualquier intento de apresarlo en un espíritu únicamente local. Grupo integrado por entonces jóvenes artistas quienes removieron nociones acomodaticias y se enrumbaron con un proyecto artístico de ideas, mientras en la capital se producía todo aquel repliegue sensualista hacia el regodeo en el oficio y los géneros.
Ha pasado toda una década del término de la actividad colectiva del Grupo Punto. Los artistas que aquí se juntan (tres de ellos son ex integrantes de aquel, léase William, Juan Karlos y Adrián) han sentido no sin cierta nostalgia, aquella comunión anterior ya mencionada, a la vez que rememorado las otroras búsquedas experimentales de la pasada vida artística similar como ayer por el común denominador del paisaje cienfueguero que es entorno de sus creaciones.
La de ellos es ahora una sintonía generacional, de contexto artístico y de inquietudes, aunque no se conformen en un grupo como tal. Así, repentinamente este insospechado quinteto se ha unido con el objetivo de exponer en la galería de nuestra UNEAC. Y este refrescante reencuentro les ha asaltado en medio de los preparativos de su exhibición, como un déjà vu, semejante a una paramnesia mediante la cual recuerdan inesperadamente lo aún no sucedido.
Mas, diría que pese a las disimilitudes entre sus creaciones, hay, amén de ese pasado artístico o del presente contextual, algo más en este acoplamiento de tan disímiles proyectos. Se percibe cual vibrante preocupación por el tiempo, ya sea desde un punto de vista existencial, histórico, filosófico o estético. Veámoslo a través de sus poéticas. William Pérez incursiona con fibra óptica, acrílico, madera y dibujos, en artefactos que propician una lectura inclusiva de lo objetual y tecnológico, él alude a fragmentos varios, cual si intentáramos crear trampas y recursos para retener nuestra memoria psicológica. Quizá pueda el espectador ver el toro de Alexander Morales muy alejado de estas metáforas, máxime cuando él se inclina por un dejo de humor que pudiera desdecir cualquier trascendencia. Ironía que Alexander, muy cubano, devela en la sexualidad del animal. Pero si reflexionamos sobre el icono, veríamos en la imagen de la bestia, además, un significado tan denso a través de la historia del arte que, en sí mismo, es todo un paradigma sobre el significado. Así podemos imaginar al toro representativo de nuestro poder interno, o sea el propio de las pinturas taoístas y zen; el bellísimo de las tauromaquias pintadas en murales de la milenaria Creta; sin olvidar la alegoría pictórica que eternizó Picasso en su reciedumbre hispana o también aquel que algunos relacionarán con nuestro ámbito más próximo en este «Periodo Especial». Vida y muerte condensadas en un solo icono, ¿qué metáfora pudiera ser más plena sobre el decursar del tiempo? En su antípoda, Vladimir Rodríguez asume una visualidad que pudiese dejar perplejo al espectador del siglo XXI. Sus instalaciones nos sumergen en un universo atemporal: no pertenece al pasado porque no existen analogías por comparación, ni al presente debido a su inexistencia en el planeta, mas tampoco podría decirse que es el futuro ignoto. Sus desenterramientos parecen esperar que el espectador devenga arqueólogo asombrado o que seamos nosotros quienes dilucidemos una filosofía del mundo, de la especie o de la evolución que él relaciona desde su subjetividad con otros conceptos como cosmogonías múltiples, la manipulación y un bestiario literario-poético. Con esta pieza basada en conceptos numerológicos se basa en el mito de los ibeyis, refleja la noción de que los opuestos se complementan en la naturaleza misma, un criterio que hallo análogo al ying y yang de la filosofía oriental. Muy lejos de esta arqueología asombrosa Adrián Rumbaut exalta la pintura desde un examen abstracto. Espectros (sus diagramas pictóricos) depuran mapas del color. Vale recordar cómo el artista en etapas anteriores realizaba pinturas encerradas en prisiones ilusionistas. En la actualidad se ha ido centrando cada vez más en la experiencia plástica más pura, no en términos de estilo o morfología, sino en cuanto al relieve que otorga al pigmento. Mas tampoco ha dejado de ser implacable al confinar a la pintura enmarcada dentro de un metálico zuncho. «Cuestiono reglas de la tradición pictórica» nos dice. Adrián parte de un par de fotografías, una de los rebeldes en la Sierra y otra de su familia, las reelabora cual planos para el análisis perceptivo, el suyo es un arte de dobleces, por una parte reina la imagen pictórica, por otra es intelectual. Juan Karlos Echeverría enfatiza, desde el ángulo histórico-artístico que es soporte para Adrián, esa noción del tiempo al emplazar su obra en temáticas que abordan el pasado del socialismo de Europa del Este y su relación con Cuba. Él toma de la iconografía de nuestra identidad histórica. Nos remite a la plástica de los noventa cuando una obsesión por la identidad y/o la insularidad recorrió las imágenes del arte cubano. Sus instalaciones son frescas pese a las décadas transcurridas de esos reciclajes, aunque creo que demandan reelaboraciones más complejas: He llegado al último de los artistas y una vez más salta a la vista cómo, sin proponérselo de manera consciente, estos cinco artistas vuelven su mirada a ese ciclo inextinguible que es el tiempo.
Si el Grupo Punto (1995-2000) fue una experiencia colectiva oxigenante en la plástica cubana, ahora notamos una continuidad en este promisorio verano del 2011. Un Punto y seguido a través de tan diferentes imaginarios de quienes, sin agruparse de forma alguna, parecen dejarnos todo el tiempo para que develemos el arte en sus creaciones.
Carina Pino Santos