A José Villa Soberón se le reconoce en cualquier ámbito de su variado ejercicio en la escultura. Su obra en espacios públicos, de carácter memorialístico, no solo se inscribe entre la producción más notable de los escultores cubanos que tributan a los espacios públicos, sino también ha logrado romper esquemas y hacer avanzar expresiones no pocas veces asociadas a la rigidez, la excesiva solemnidad y el culto a tradiciones visuales inamovibles. Es por ello que la mayoría de sus emplazamientos en la isla, y particularmente en La Habana, tienden puentes de empatía con transeúntes y espectadores consuetudinarios, que los incorporan como parte sustantiva de sus vivencias, resultado que se aprecia en diferentes espacios públicos del mundo en que han sido emplazas sus obras,
Pero está otra zona de su creación, de manera muy especial en la abstracción, donde revela una poética consistente y personal, algo así como una marca temática que ha ido alcanzando altísimo vuelo y concentrada resolución: la creación y recreación de la espiral, una de las formas geométricas básicas.
El enigmático y remoto origen de la espiral como signo en numerosas culturas, tanto celtas como mesoamericanas, resulta atrayente motivo en la ejecución de una serie que ha mantenido ocupado a Villa Soberón, por larga data, en la que el artista hace un derroche de talento al reinventar el diseño, la tridimensionalidad y las potencialidades evocativas del punto de partida, hasta situarla como una metáfora del poder de la imaginación.
La casi totalidad de las esculturas en pequeño formato que ahora exhibe por primera vez, de reciente factura, dan cuenta del inagotable filón que el escultor ha hallado en ese fértil, persistente y aventurado camino, ante cuya presencia se tiene la certeza de su futura ejecución en formatos mayores, que reclaman amplios espacios para su ubicación.
La línea crece y se multiplica, implosiona y quiebra en más de un momento su circularidad, se empina desde su condición aérea y regresa a la matriz de su trazado original. El poeta Miguel Barnet describe esa la experiencia del siguiente modo: “La espiral, que siempre regresa al mismo punto de partida, a veces denota una sensación de intimidad cuando se envuelve sobre sí misma, hacia dentro; sin embargo puede ser liberadora o explosiva cuando va hacia afuera”.
El titulo de la exposición, La Espiral Eterna, como la obra homónima del compositor cubano Leo Brouwer, está integrado por realizaciones donde prima la curvatura de las líneas, que les otorgan una sensación de liviandad y continuo ascenso.
La utilización de acero, lejos de aportar pesantez, asegura la fiabilidad y brillantez de las ejecuciones. Es como si tema y materia se compenetraran orgánicamente al punto que uno y otra se nos ofrecen como elementos recíprocamente complementarios.
En consecuencia, quienes entran en contacto con tan diversas especies, anudadas por el sentido del equilibrio y la tenacidad compositiva, no pueden menos que transitar de la percepción sensorial inicial a la intelección.
Una posible interpretación del sedimento de esta serie en la pupila atenta del observador se halla en estas palabras del historiador y crítico de arte español Facundo Tomás: “Las espirales de Villa, sonido congelado en el metal (….) señalan con su presencia la potencia de todo el aire que la circunda (…) generando una dialéctica de preguntas materiales y respuestas vacías, de lugares para ser ocupados por el espectador en referencia permanente a los aceros concéntricos, de demandas abandonadas y respuestas corpóreas”.
Virginia Alberdi
La Habana, noviembre de 2021