Yo sacaré lo que en el pecho tengo
de cólera y de horror
¡Como un padre a sus hijas, cuando pasa
un galán pudridor, yo mis ideas
de donde pasa el hombre, por quien muero,
guardo, como un delito, al pecho helado!
Conozco al hombre, y lo he encontrado malo.
José Martí
Se acepta que el expresionismo es una suerte de constante cultural que emerge en cualquier época o contexto; que habita, desde siempre, en los espíritus apasionados; que apuesta por la desnudez de la mirada porque se atreve a hurgar, sin cortapisas, en las umbrosas aristas de la realidad y en los entresijos del alma. En definitivas, al ser expresionista lo impulsa la instintiva necesidad de explorar en las enjundias risibles o trágicas de la vida que se solapan detrás de lo aparente.
Tal es el caso de Ares: un artista que se adentra en los vericuetos de la psiquis forzándola a delatar sus secretos. Mucho más que el saber sistematizado -que le asiste con crédito académico- son el sentido común esgrimido con agudeza y el íntimo conocimiento de lo humano las premisas que facultan tan arrestado periplo por las interioridades del ser. Así, centrada en un ámbito temático poco frecuentado por nuestra producción plástica, Intra corpora compendia una punzante cartografía del universo mental poniendo al descubierto sus resbaladizas paradojas.
Se trata de una muestra catártica en una dimensión dual, puesto que al riesgo de dejar salir las cosas se suma el reto de explayarlas en los dilatados y tentadores predios de la expresión pictórica. Con estos lienzos, en efecto, Ares se (re)afirma y consagra como pintor. El trazo rotundo, la figuración concisa, las formas anatómicas rollizas fungiendo como hábitat y como protagonistas de las metáforas visuales que condensan ejemplarmente los mensajes, son algunas de las claves que articulan esta producción novísima con su copioso historial de imágenes gráficas.
Pero aquí, la anchura de los márgenes propicia la concreción de atmósferas en las que el dibujo termina por rendirse ante la resuelta pincelada para que el color alcance una inexcusable jerarquía. El color, vivaz o comedido, certeramente atizado con justos toques de blanco, alumbra los territorios del cuerpo convocándonos a descifrar sus excentricidades: como el de ese festín de órganos trastocados en iconografía (¿heroica?), aprisionados entre las orlas de un billete; o como el de aquella subversión interna del «orden natural» de las cosas -corazón, sexo, raciocinio- cual probable dislocación, según el género, de las prioridades vitales; o el de la figura antropomórfica que nos espeta una violencia cerril y visceral que se fragua e irrumpe desde dentro.
Por todo ello se puede aseverar que, con esta exposición, la pintura de Ares se inserta con credenciales propias en la recia tradición expresionista universal y cubana. En términos de concepto y lenguaje su neofiguración entronca con «lo grotesco expresivo» que cuajó en el arte occidental a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, la nota singular que lo distingue es el acento pertinazmente afirmativo de su sátira. Porque Ares es un optimista incorregible. Con licencia del Maestro él ha palpado al hombre y no lo halla definitivamente malo; y, también con Martí, lo apuesta todo por el mejoramiento humano. Por eso, en la última sala, nos aguarda una escultura de intensas resonancias; contiene esquirlas de materia gris y nos advierte que la mente es la más temible y vigorosa, y a la vez, la más edificante de las armas.
Maria de los Ángeles Pereira
Mayo 2013