No hay que esperar, no hay que esperar más
Vanito en El que lo coja es suyo
Figuras e interconexiones, diría Cortázar. El caso es que por estos días, en que debo escribir sobre Daños colaterales, caen en mis manos dos textos sobre la capital cubana. Uno de Leonardo Padura, La Habana, amor y dolor. Otro, de Raúl Roa Kourí, Habana mía.
Para mi sorpresa, ambos textos tienen el tono de la palidez, o lo que es lo mismo, se quedan a medio camino. Padura se aproxima a la violencia urbana desde la nostalgia que suelen imprimir los ochenta pero yerra al afirmar que se ha recobrado el fervor capitalino. Roa, por su parte, a través de una (su) historia personal nos remite a la república antes del 59 con más nostalgia que la de Padura para concluir que el deterioro habanero tiene sus causas en que se ha prestado mucha más atención a las ciudades del llamado interior del país.
La tristeza que nos invade trasciende la destrucción temporal de la arquitectura habanera. Es esa que tiene que ver con la alteración de los códigos cívico-espaciales y cierta desobediencia urbana, donde se han perdido las jerarquías y la marginalidad y el mal gusto campean por su respeto.
Si eso lo traducimos al terreno superestructural o medioambiental, no sólo percibimos agresividad o perreo, como nos advierte Padura. La pesadumbre viene a acentuarse cuando se nos encima la certeza de que somos presa de un suicidio simbólico sin precedentes, ineptos para la actitud crítica, paralíticos, convivientes indiferentes.
Ernesto Javier pudo haberse ido a barrios conocidos históricamente como marginales pero no hubo necesidad. El Vedado, solito él, lo tiene todo concentrado: promiscuidad urbana, malecón, cementerio, juego, instrucción, territorio preferido de mickitos y punks, regaetown y fiestas house. Todo sin fronteras muy bien definidas que digamos y su condición reside en darse de forma cuasi underground.
Esto lo convierte en una Babel grotesca, pues nada ocurre de manera orgánica sino demasiado absurda. Y lo peor de todo es que no existe un fervor de La Habana: Frank Delgado toca y canta en el Tocororo, qué más se puede esperar (no ando juzgando, se trata de un dato ilustrador). Esta pérdida del delirio es más difícil de recobrar que un inmueble dañado o destruido, pues sabemos por Marx que la conciencia, y todo a ella asociado, es retardataria y tarda en asimilar y cambiar sus códigos.
No es difícil realizar un reportaje para argumentar lo que digo. Está al alcance de la mano. Alejandro González lo hizo bastante fácil, aunque Henry Erick sí tuvo que hurgar más para realizar sus documentales Sucedió en La Habana, esa que empieza en Monte y Cienfuegos y termina en un llega y pon lleno de escalofriantes historias personales. Danilo Vinardell pudo fotografiar departamentos de estática milagrosa para realizar su serie homónima bajo una composición abstracta, y cuando muestra sus fotos una dice, no, qué va, esa no es mi Habana. Al menos la que yo conocía.
La materia prima pulula, duerme en nuestra cama. Y para no ser redundantes aparece el recurso de la gráfica en esta muestra: los juegos, isotipos, los recursos hurtados o secuestrados del mundo de la publicidad, los soportes que utilizan tanto Ernesto como René, lejos de atenuar el dato, lo revelan de una manera perversa y cruel, además de normativos y axiomáticos (en el caso de Ernesto con sus Wash). Dictando lo que debes hacer.
Estamos frente a una estrategia de enmascaramiento del documento. Se estructura una visualidad fría que nos aleja de la abrumadora y tajante experiencia del reportaje in situ, de la evidente conmoción, para devolvernos la imagen bajo un juego cínico de analogías que termina siendo más escalofriante que lúdico, a pesar de la existencia de iconos que, solos, tradicionalmente han generado humor u orgullo. Si las obras de Pupi René Peña- bien pudieran ser utilizadas por Benetton para su publicidad, Ernesto Javier y René Rodríguez realizan la operatoria a la inversa, su estética no es una estética publicitaria, más bien se adueñan de los ardides lingüísticos de ese mundo para entregarlos con un sinnúmero de significados que no existían en el original, ni en el icono, ni en la fotografía reporteril.
Vuelven el arte y el diseño de la mano, tópico esencial en estos años donde el maridaje se torna inevitable por necesario. Este dato hace también y, sobre todo, atractiva y sugestiva la muestra, sin mencionar el virtuosismo de la fotografía, algo que se ha perdido en el contexto cubano tras las ideas brillantes, el conceptualismo, etc, etc.
Aquí sucede todo lo contrario. Ernesto y René son quisquillosos hasta la saciedad, hedonistas y pedantes hasta la pesadez.
Daños colaterales es una expresión puesta de moda por la guerra, desgraciadamente. Una frase eufemística que esconde los verdaderos estragos de una contienda. Pero amén del uso y abuso que de ella hacen los media, uno de los sentidos que encierra es el mismo que esta muestra propone: no se trata de la economía solamente, de lo visible, o sea, del centro de la cuestión aparentemente, sino de aquellos perjuicios y averías que se van produciendo, más a nivel conductual y raigal que urbano. De lo intangible. De la tendencia: los vicios, el juego, la separación de las familias, el desarraigo, la demencia, la promiscuidad arquitectónica La alteración de los códigos.
Aunque el texto de Roa surte el efecto contrario a lo que supongo fue concebido, y Padura se quede corto, ya el daño está hecho: nadie quiere a nadie, los más jóvenes no cesan de reprocharnos la tibieza y el ochenta por ciento de los habaneros habla con la ele.
Revertir la situación será cuestión de largos años.
Elvia Rosa Castro
(Entre los ocupados octubre y noviembre)