Si desentierro olvidos, me acuerdo de una casa, de una casa pequeña con el mar en la espalda; atisbo una escalera, una mesa y café, un café indescriptible, no de Viena o París, puede que de Bayamo o de un lugar ignoto donde el tiempo no pasa; evoco las paredes, tapizadas con cuadros que todavía no han muerto, las figuras y objetos que dialogan conmigo, y veo un colador que destila mi infancia, y a una muchacha triste que aguarda en su ventana la llegada del padre. Vaya pruebas de fe las que trae mi memoria. Recuerdo, cómo no, el estudio-garaje, y entre tantos fragmentos de quién sabe qué vidas, algunos bastidores recién iluminados y, en una procesión, los papeles al viento, oreándose el barniz. Y veo a Nelson y a Flora que todo lo podían, y a dos niños traviesos -no más que cualquier niño-, dibujando en el agua una ruta sin dueño.
A veces pareciera que ya nada es igual. Bastaría preguntarlo y escuchar la respuesta. Nos queda la Inocencia, lo que es nuestro y humano: el crecer de estos años y la salud de un día. No es de extrañar, entonces, que aquellos dos muchachos resuciten el tiempo y nos ofrezcan hoy su visión de los hechos, de los hechos que fueron y de los que no serán. Vestidos como reyes, los padres los escoltan, y en la foto están todos, re-unidos como siempre para su exposición.
A tono con los tiempos, sólo diré del título que hubiera preferido el de un bolero clásico. Esta familia de obras viene de los afectos, y las pasiones suelen transitar en silencio. Al menos para mí, que las vivo en secreto.
Al detenerme en Li, me asombran las texturas con que me cuenta un sueño, el de sus fantasías. A veces como esbozo y casi siempre en niebla. Surrealista parece, pero es volver de aguas, de aquellas aguas libres que removían los niños. El oficio le sobra y hay un vigor de genio en sus trazos de a poco. En la desolación, si tocara a mi puerta, yo salvaría conmigo Recuerdos de una ciudad colgante y Aquella noche, amén de otras querencias, sin duda numerosas. Liang, diestra y segura en el grabado hasta poder volver cuando le falte aliento, se revisita ahora para nacer distinta: atmósfera violenta, no ya desde lo oscuro, que también ilumina, sino en la densidad de sus temas sombríos. Ella quiere decirnos que el concepto es su obra, y lo alcanza en la forma y nos deja pensando en lo que no hemos visto, pero que imaginamos. El odio, la envidia y la incertidumbre merecería un lugar en el arca imposible de mis apropiaciones. En fin, ambos tienen razón para querer mostrarse.
Y arribo al territorio de otras sabidurías: Flora y Nelson se añaden sin estruendo a esta celebración, como quien deja hacer, como quien acompaña. Ella comparte hallazgos, él medita y confiesa. Quien se detenga en Flora, verá pesar el tiempo – esa luna cambiante, esa luz que es reloj, esa herencia inmanente, ese Martí que asoma, y en su caligrafía los mundos ancestrales y una palma que es viento. Nelson, patriarcal y explícito, documenta con tronos estas revelaciones. Son tronos, por demás, que nadie usurparía, porque, en sí mismos, representan la historia que nos quieren contar. Hablo de símbolos, de la fragilidad que comporta el poder. Si leemos bien esta instalación, complementada ahora con su versión en flor -entiéndase mujer, pareja, ternura y homenaje-, no es preciso explicarse. Vacíos como están, estos tronos intactos, plenos de remembranzas, quedarán para siempre uncidos al recuerdo. Hay maestría en los padres; como para enseñar.
Si otros destinos hubo son parte del vivir, y de su dicha o su fatalidad hablarán los cronistas, incluido un pintor. En cualquier caso, por mucho que se esfuercen, la nostalgia no mata.
Omar González